A Rosa María,
que tu espíritu siga entre los
vivos
Me
encuentro en mi cama vacía, entre la oscuridad de la habitación producida por
las cortinas cerradas. No hay nadie en casa, solamente estoy yo, rodeado por un
silencio estremecedor y las tétricas y burlonas sombras danzantes de esas
horribles y viejas estatuillas deformes de santos en el altar producidas por
las veladoras y que se asoman desde la puerta de mi habitación. Me levanté a
prepararme una taza de café para reaccionar de mejor manera, para
concientizarme de que ya estaba en el mundo real y no en un engañoso sueño. Ya
me ha pasado antes, que es tan real aquel soñar, el oler, escuchar y sentir
esas escenas, que te hacen creer que estas despierto y activo. Normalmente
suelo ser despertado por el griterío y el correr de la gente con la que vivo.
Hoy no fue así, seguí dormido hasta el medio día. Ya me hacía falta un poco de
tranquilidad, un descanso de todas esas inquietantes personas que perturban mi
espacio personal y ponen de nervios todo mi ser.
Ahí
estaba yo, sentado en la mesa de la cocina tomando una taza de café y
disfrutando del silencio. Entre sorbos me puse a meditar sobre la vida. Ellos
creen que soy un apático, un gruñón que no aguanta nada, una persona reservada
y encerrada en si misma, pero no es tanto eso, simplemente odio a la gente. Estar
rodeado de tantas personas en una pequeña habitación –pues la casa no es muy
grande- me desespera como no tienen idea, me ahogo en mi mismo con la necesidad
de salir corriendo a respirar el oxigeno que ellos me han robado. Escuchar sus
comentarios y sus pláticas tan banales y sin sentido daña a mis oídos. Pero que
importa eso ahorita, parece que después de aquella discusión de anoche
decidieron dejarme aquí dándome así un día de descanso. ¿A dónde habrán salido?
¿Tardarán en llegar? No lo sé. Lo único que sé es que tengo que aprovechar el
momento, pues quizá no se vuelva a repetir en un tiempo.
Sigo
sentado en ésta silla con media taza de café en mi estomago. Veía las sombras
de esos santos bailar, burlándose de lo que para ellos podría ser una desgracia
y lo que para mí es un alivio. Creo que todo esto es cuestión de perspectivas,
uno está bien con ciertas situaciones que para otros están mal. Un escalofrió
comenzó a perturbarme. Algo me incomodaba en este momento, y no tenía sospecha
de lo que podría ser. Comencé a recordar de nuevo esa maldita discusión de
anoche. Cenaba tranquilamente en la silla donde estoy precisamente sentado en
estos momentos y fue que entró Alberto con una actitud muy seria. Nunca lo
había visto así. Era la viva imagen de nuestro padre. Se sentó a un lado de mí
y giró la silla para verme de frente.
-Oye,
quería hablar contigo sobre tu actitud. Así no llegaras lejos. Evitas a medio
mundo por temor a algo y eso me inquieta. ¿Qué es lo que pasa contigo? Recuerdo
que antes no eras así.
-Algunas
personas cambian, otras no. Y hasta ahora creo que no les he causo problemas.
-Pero
es como si no estuvieras aquí, como si fueras un extraño. No convives con
nosotros, te la pasas encerrado en tu cuarto y eso me desespera. Te has vuelto
muy reservado, no sabemos nada de ti.
-Es
mejor no saber ciertas cosas- y le tomé un sorbo a mi jugo de arándano.
-¿Es
todo lo que me vas a decir?
-¿Es
necesario dar una gran explicación?
-¡Somos
tu familia, carajo! No eres un huésped más. Puedes confiar en nosotros y
decirnos si algo te perturba.
Silencio.
Nadie más dijo nada. Seguí comiendo tranquilamente mientras él me observaba con
una mirada desesperada por mi muda contestación. Siempre he sido de pocas
palabras, hablo lo necesario y me mantengo callado gran parte del día. Que yo
recuerde, siempre he sido así.
-Ya
veo que no piensas decir más.
-¿Qué
quieres que te diga? Me estas amargando la cena.
-Sí
tanto te molesta mi preocupación, me voy ahora mismo.
-Que
sensible eres.
-¡Sí
sigues con esa actitud, te quedaras solo en esta vida! ¿Sabes? Me preocupo por
ti y me tratas con apatía. No entiendo por qué alejas a las personas de…
-Odio
a la gente…
-¡¿Qué?!
-Simplemente
odio a la gente. Dicen demasiadas cosas sin sentido, son hipócritas, se alegran
de la mediocridad del otro. Solamente calientan los asientos y roban oxigeno.
Me desespera encontrarme rodeado entre tanta multitud.
Alberto
frunció el ceño y derramó en mi cara el jugo de arándano y dejó la habitación.
Tomé una servilleta y me limpie. Era la primera vez que hacía eso. Su cara era
igual a la de mi padre cuando se enojaba con nosotros. Me recordó mi infancia,
mi horrible infancia. Todavía recuerdo como me hice esa cicatriz en mi mano.
Todo por un estúpido juego. Pero que importa eso ahorita, hay silencio y paz en
esta maldita casa.
Pasaron
un par de horas, yo creo, cuando escuche llegar un automóvil. Era el ruidoso
motor de ese viejo y desgastado Datsun
de siglo pasado. Enseguida me levanté y me metí a mi cuarto. Ahí estaba yo,
sentado sobre el escritorio hojeando unos libros viejos. Se me hizo extraño el
no escuchar tanto ruido, pareciera como si algo les haya quitado la energía.
Pero que importa, no quiero verles la cara, ni mucho menos a Alberto. Todavía
sigo molesto por lo del jugo de arándano. Estuve sentado un buen rato,
alumbrado por una lámpara de escritorio. Me había agobiado el estar demasiado
tiempo así. Creo que debo salir a fumar un cigarrillo, pero eso significa
encontrarme con esas caras con expresión de extrañeza y enojo. Pues tomé
fuerzas y salí tranquilamente, como si nada. La sala estaba invadida de gente con
rostros cabizbajos. ¿Qué habrá pasado? Me pregunté. Que importa eso, debo salir
al patio a despejar mi cabeza con un cigarrillo. Creo que siguen en cierta
forma enojados conmigo, nadie ha dicho nada y ni voltearon a verme.
Que
deprimente día. Parece que lloverá, pero por como es clima aquí, dudo que caiga
una precipitación en este momento. Escucho murmurar a la gente de adentro, pero
no me interesa lo que estén diciendo. Observo el humo exhalado de mis pulmones
volar sobre mí, desfigurándose y desapareciendo poco a poco. A veces creo que
la vida es así, ¿Qué a veces?, lo creo. Somos un suspiro de la vida y así como
llegamos, desaparecemos. Ellos tienen una vida más fácil, porque no se
preocupan por este tipo de cosas. Escucho unos pasos detrás de mí. Creo que es
Alberto. Veo acercarse una figura oscura hacia mí. Esto no me agrada, me
incomoda, me pone nervioso, mi corazón late con tanta rapidez.
-¡¿Qué
quieres?!… ¿Alberto…?
Nada,
silencio y nada más. Me señala con su mano, igual que nuestro padre cuando
venia a regañarnos. Me viajé de nuevo hacia el pasado, a nuestra infancia, a
una de esas típicas escenas donde él nos gritaba por haber roto algo o porque
simplemente le había ido mal en su trabajo. Esa figura se acercaba a mí y no
tenía para donde huir. Un fuerte viento comenzó a soplar, levantando todo el
polvo y las hojas. De repente todo se puso cada vez más tétrico.
-¡Ya
basta! Si querías espantarme, lo estas logrando. ¿Qué quieres ahora, Alberto?
Una
muda respuesta. Creo que me esta aplicando el ojo por ojo para que recapacite. Maldita sea, no deja de hacer eso.
Camina con tanta lentitud, como si esperara a que me acerque. Parpadee y
Alberto ya no se encontraba ahí. Ahora dudo que haya sido él. Mi corazón late cada vez más rápido al no
entender que es lo que pasa. Decidí entrar de nuevo a la casa, pues estaba
comenzando a llover y ya no quería estar ahí. Me recibieron las sombras
burlonas de los santos y los lloriqueos de la gente. No entiendo todavía lo que
pasa.
-¿Está
todo bien? ¿Qué sucede? ¿Por qué están todos aquí?
Esas
malditas sombras ya me tenían harto. No sé que me desesperaba más, sí las
sombras de las estatuillas o la multitud en este pequeño espacio. Nadie me
contesta y eso me desespera demasiado. Ya comenzaba a derrumbarme cuando en eso,
siento que tocan mi hombro.
-Así
no podrás llegar muy lejos. Entiende que esto no es tan sencillo como crees.
Esa
rasposa y grave voz se parece a la de mi padre. La diferencia es que sonaba de
cierta manera más dulce. No sé si realmente voltear a ver, pero sé que no tengo
de otra, que no debo huir. No había nadie detrás. Eso me aterra cada vez más.
Escucho el murmullo de la gente. No entiendo lo que dicen. ¡No entiendo nada!
Quiero salir corriendo, pero algo me tiene atrapado ahí, estaba paralizado,
congelado, sin poder mover ni un músculo. La gente seguía en la sala. Me sentía
observado, una mirada de lástima penetraba en mí ser. Un olor a flores e
incienso comenzó a hostigarme. Como
pude, camine hacia la sala. Alguien había fallecido, hay un féretro cerrado,
coronas de flores sin nombres y veladoras sin gracia.
-¿No
te has dado cuenta de lo que sucede, verdad?
De
nuevo esa voz. No entiendo nada. Nadie me habla, nadie me quiere explicar lo
que sucede.
-No,
no entiendo lo que esta pasando. Dime, ¡¿qué demonios sucede?!
-¿Todavía
no sabes en donde estas parado?
-¡Ya
te dije que no entiendo nada!
-Abre
el ataúd, ahí esta tu respuesta.
Me
acerqué con miedo, no quería abrirlo, pero mi respuesta estaba ahí. Al momento
de empujar la tapa, un frío atroz me invadió. ¡Esa caja infernal contenía mi
pálido e hinchado cuerpo!
-Estás
en tu funeral, hijo. Vine por ti.
[Perry O'Hara]