La
noche ya no era tan joven y nosotros tres debíamos llegar a la civilización. La
fiesta ya había acabado para nosotros, no teníamos nada más que hacer en ese
lugar y nuestra pregunta en mente era:
¿Cómo
demonios podemos salir de aquí?
Estuvimos
parados en la banqueta por unos diez minutos pensando hacia dónde ir, pero a
nadie se le ocurría nada.
“Hay
que subirnos a esa camioneta, va para alguna tienda fuera de este lugar”.
Y
así fue, nos subimos y un cuarto pasajero –que ya no estaba en sus cinco
sentidos- intentó subir a la batea sin tanto éxito. Cayó como tres veces antes
de que lo ayudaran a subirse.
Y
la camioneta comenzó a avanzar.
“Ya
vamos a salir de este maldito lugar” pensé en mis adentros con una expresión de
felicidad.
Pero
hubo algo con lo que no contábamos, y eso era el conductor.
De
repente sentimos aquel acelerón sobre el pavimento y nos sostuvimos de donde
podíamos.
El
aire chocaba contra mi cara, mi cuerpo golpeaba contra las paredes en las
curvas y mis pies volaban cuando el vehículo impactaba contra los topes y
baches.
Uno
de nosotros se puso nervioso y comenzó a golpear la cabina y a gritar: “¡Ve más
despacio, no seas ojete, nos vas a matar!”
Yo
solamente me senté y cerré los ojos.
Y
me imagine la camioneta volcándose a mitad de una curva, en medio de la nada
con nuestros cuerpos impactándose sobre el pavimento. Éramos unos moribundos
tirados sobre el húmedo asfalto a mitad de la nada.
La
camioneta seguía acelerando desquiciadamente.
Éramos
una nada sin importancia al borde de la muerte.
Sentía
como subía mi adrenalina.
Sentí
la adrenalina de los demás. Sus corazones acelerados se escuchaban a más no
poder, su miedo era de lo más perceptible.
Si
fuera a morir en este momento, ¿Me arrepentiría de todo lo que he hecho en mi vida?
Mi
respuesta era simple: No, no me arrepiento de nada. No es el momento para
pensar en el hubiera.
El
frío era tal, que no sentía mis manos ni mi rostro.
¿Acaso
ya estaba muerto y no me percataba de ello?
“¡Ya
bájale, no seas cabrón!” –Él seguía reclamándole, mientras golpeaba la cabina
con una gran desesperación.
Entre
las curvas y los baches, comencé a cerrar mis ojos una vez más, por un momento
me encontraba en plena tranquilidad, ya no me importaba nada, ni siquiera las
gotas de lluvia que chocaban contra mi espalda.
Por
un momento me encontraba en el nirvana, en la cúspide de una silenciosa montaña
tocando el cielo con mis manos, y el infierno con mis pies aferrados a la vida
terrenal.
Escuché
hablar a Dios por un instante, pero sus palabras no me hicieron eco, quizá no
se trataba de algo importante. Todas sus palabrerías eran opacadas por los
gritos de desesperación y angustia de los tipos preocupados en salir vivos de
esta equivocación.
Esperaba
con ansias a que la camioneta se impactara contra otro vehículo.
Esperaba
a que se volcara de una buena vez.
Esperaba
a que esto se terminara rápidamente.
Y
de repente, la camioneta se detuvo. Ya habíamos llegado a esa maldita tienda
del demonio.
Todos
seguían con una alta dosis de adrenalina en sus cuerpos. El conductor y su
obeso copiloto se reían de nuestra desgracia.
¿Es
de risa estar al borde de la muerte?
Al
parecer para esos simples mortales llenos de alcohol, si lo fue.
Al
momento de bajar, el tipo que no estaba en sus cinco sentidos, cayó de espaldas
contra el suelo. Parecía que su enfermiza borrachera no se le bajó para nada.
Una
vez en tierra firme, todo comenzó a tranquilizarse.
“¿Ahora
valoras más tu vida?”
Solamente
respondí: “Si, por un momento la valoré”.
Alan P. O’Hara
19 de Abril 2013